Caio era un joven del interior y soñaba con el ministerio en la obra de Dios. Siendo, joven y estando en un mundo con tantas seducciones, vivía atormentado por los malos pensamientos. A veces se sorprendía siendo arrastrado por la fuerza de los instintos de la carne. Hablaba lo que no debía; sentía lo que no debía; pensaba lo que no debía, cayendo en si cuando ya era tarde. Atormentado, veía su sueño cada vez más distante. "¿Cómo dominar la carne y vencerse a si mismo? ¿Será eso posible?".
Fue en ese momento que resolvió pasar las vacaciones en la casa de su tío, un verdadero hombre de Dios, que predicaba el Evangelio. En el viaje fue pensando: "¿Cómo dominarme a mi mismo?".
No tardó a llegar al destino, y pidió la atención del tío para el asunto que él tenía.
— Mi tío — dice él — vengo de lejos para buscar contigo el secreto que tienes para vivir la vida sin dejarse llevar por la carne, ya que hace tantos años prosigues en tu camino, sin nunca haber oído a alguien, que hallas caído. El tío comprendió y prometió ayudarlo. Era la hora de la reunión de la noche, en la iglesia, y no podía esperar. Invitó entonces a Caio para acompañarlo.
Después de la reunión, incansablemente, el pastor atendió al pueblo, siempre con base en la Palabra de Dios. Cuando ya era bien tarde, después que todos salieron, los dos fueron para la emisora de radio, donde el pastor hacía el programa. Más tarde, cansados, fueron a dormir. En la mañana siguiente, cuando Caio se acordó, encontró al pastor ya pronto para ir a la iglesia. Tomaron café, sin demora, y se fueron los dos juntos. Estaba todo el día en la iglesia, desde la mañana hasta la noche, estaba continuamente ocupado. El pastor ahora estaba en las reuniones, luego aconsejando al pueblo; luego atendiendo a alguien por teléfono, enseñando a los obreros; organizando visitas al hospital; y entonces, ya era hora del programa por la radio. A la noche, Caio, exhausto, dormía profundamente. Los días volaban y el joven cada vez se envolvía más. El ritmo del tío era contagiante y sus actitudes y charlas eran siempre llenas de fe y ánimo.
Su esposa lo seguía al mismo paso; los dos, juntos, se completaban. Parecía que po¬dían tener una conversación de mil palabras solo con un mirar de ojos o una pequeña sonrisa. El am¬biente era siempre agradable. Los días pasaban sin demora y las vacaciones de Caio acabaron, sin que se diera cuenta.
Al despedirse del tío, éste le preguntó si aún quería saber el secreto del ministerio. Con sorpresa, Caio notó que se había olvidado de la pregunta, lo mismo que los malos pensamientos, sentimientos y flaquezas y, así, encontró la respuesta: una buena esposa y la vida completamente sobre el altar era el simple y más infalible, secreto del hombre de Dios.
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